En cuanto al significado de la palabra "canon" y su uso
como un nombre técnico para designar la colección de los
libros sagrados del Antiguo Testamento y del Nuevo, ver
t. I, p. 40.
Aunque las raíces de la formación del canon se remontan
a la era apostólica, durante varios siglos no fue
posible lograr un reconocimiento uniforme de todos los
libros del Nuevo Testamento en toda la cristiandad.
El canon del Nuevo Testamento no comenzó a existir por
un decreto papal ni tampoco por la decisión de un
concilio ecuménico de la iglesia. Tampoco fue el
resultado de un "milagro", según se afirma en el
siguiente relato legendario: se dice que los delegados
al Concilio de Nicea, deseosos de saber cuáles eran los
libros canónicos y cuáles no, colocaron debajo de la
mesa de la comunión todos los libros para los cuales se
pedía un lugar en el canon. Entonces oraron para que el
Señor les mostrara cuáles eran los libros canónicos
colocándolos milagrosamente encima del montón. Según el
relato, ese milagro sucedió durante la oración, y así se
estableció el canon del Nuevo Testamento. Este relato,
de origen dudoso, no tiene la más mínima posibilidad de
ser cierto.
Las Sagradas Escrituras
en la iglesia primitiva.-
La colección de los escritos sagrados del Nuevo
Testamento encontró su prototipo en el canon del Antiguo
Testamento. La LXX (Antiguo Testamento), que era en todo
el mundo de habla griega la Biblia de los judíos de la
dispersión (diáspora), se convirtió en la Biblia de la
cristiandad. Los cristianos aceptaron con ella la
doctrina judía de la inspiración divina, de modo que en
los libros del Antiguo Testamento no veían sólo las
palabras de Samuel, David o Isaías, sino más bien la
Palabra de Dios, el resultado del Espíritu divino y de
una sabiduría divina. Como los cristianos creían que los
judíos habían perdido sus privilegios y habían sido
rechazados por Dios por rechazar a Cristo (ver t. IV,
pp. 32-35), la iglesia cristiana se consideraba a sí
misma como la única que tenía derecho a ser dueña de esa
Palabra de Dios y de interpretarla. El Antiguo
Testamento contenía profecías que señalaban a Cristo y
también muchas gloriosas promesas para el verdadero
pueblo de Dios, pueblo que los cristianos creían que
eran. Todo esto hizo que el Antiguo Testamento fuera
amado por los primeros cristianos.
Además del Antiguo Testamento, la iglesia primitiva
poseía las "palabras del Señor" como recibidas de Jesús
mismo o de los apóstoles que habían sido testigos
oculares. La iglesia consideraba las palabras y
profecías de Jesús en el mismo nivel de inspiración que
las afirmaciones del Antiguo Testamento. Por eso Pablo
podía citar el Pentateuco como (1Tim. 5: 18; cf. Deut.
25: 4) y unirlo con una declaración de Jesús (Luc. 10:
7). Era sencillamente natural que cuando los apóstoles
predicaban el Evangelio por todo el mundo, circularan
oralmente muchas de las palabras del Señor y muchas
reminiscencias en cuanto a él. Un ejemplo de esto lo
tenemos cuando Pablo, hablando a los ancianos de Efeso,
usó un dicho de Jesús que no aparece en ninguna parte de
los Evangelios (Hech. 20: 35). Que la tradición oral
acerca de las palabras de Jesús existía en el siglo II,
queda demostrado por el relato de Eusebio (Historia
eclesiástica iii. 39. 2-4) en cuanto al interés
manifestado en ellas por Papías (primer tercio del siglo
II).
Pero al mismo tiempo pueden verse en el más antiguo
período cristiano ciertos pasos iniciales para la
formación del canon del Nuevo Testamento. En la primera
generación de cristianos aparecieron registros escritos
de la vida de Cristo. En el prólogo de su Evangelio
(cap. l: 1-4), Lucas testifica de que existían en su
tiempo varias obras que describían la vida y las
enseñanzas de Jesús, y prosigue asegurando a sus
lectores que su narración es digna de fe.
Puede aceptarse que antes de terminar el siglo I la
mayoría de las iglesias poseían el Evangelio escrito. Es
evidente que los padres de la iglesia estaban
familiarizados con estos escritos, pues los citan. La
palabra "Evangelio" aparece en el Nuevo Testamento sólo
en número singular para designar las alegres nuevas de
Jesús. Justino Mártir (c. 150 d. C.) fue el primero que
usó el plural "los Evangelios" (Gr. ta euaggelía) para
designar los relatos escritos de la vida de Jesús. Poco
a poco se comenzó a usar la frase "escrito está", que
generalmente se utilizaba para citar el Antiguo
Testamento, para referirse también a los dichos de
Jesús. La primera vez que se la usó fue en la Epístola
de Bernabé (cap. 4), escrita antes de 150 d. C. El cap.
14 de la así llamada Segunda Epístola de Clemente, de
más o menos la misma fecha, habla de la enseñanza de los
"Libros de los apóstoles" acerca de la iglesia,
referencia que puede incluir los Evangelios y el Antiguo
Testamento como los "Libros", y que ciertamente
demuestra la categoría que habían alcanzado las
epístolas en ese tiempo.
Además de los Evangelios circulaban otras obras
cristianas en la iglesia primitiva; pero las epístolas
del apóstol Pablo ocupaban el primer lugar. Pablo
escribió generalmente para hacer frente a problemas
específicos en ciertas localidades; sin embargo, al
mismo tiempo fomentaba la distribución de sus cartas,
como es evidente 126 por su pedido de que los colosenses
(Col. 4: 16) y los laodicenses intercambiaran sus
cartas. Puede asegurarse que antes de que su carta
pasara a otra congregación, por lo general la iglesia
que la tenía hacía copia de ella. Las cartas de Pablo
fueron quizá las que primero se copiaron, y esa
colección de copias creció. Que esta colección ya
existía en los días apostólicos puede deducirse por lo
que dice Pedro (2 Ped. 3: 15-16), alrededor tal vez del
año 65 d. C. Así también Clemente Romano, que escribió a
la Iglesia de Corinto 30 años después, pudo
amonestarles: "Aceptad la epístola del bendito apóstol
Pablo" escrita a los corintios (1 Clemente cap. 47). El
hecho de que Clemente continúa refiriéndose al contenido
de 1 Corintios parece indicar que esa epístola había
sido guardada no sólo en Corinto sino que Clemente tenía
también una copia a su disposición en Roma.
Otros testigos de que desde muy antiguo se distribuían
los escritos de Pablo son Ignacio y Policarpo. Ambos
escribieron en la primera mitad del siglo II. Alrededor
del año 117 d. D., Ignacio escribió desde Esmirna a los
efesios que Pablo "en toda su Epístola hace mención de
vosotros en Cristo Jesús" (cap. 12). Probablemente a
mediados del siglo II Policarpo escribió a los
filipenses acerca de Pablo, que "cuando ausente de
vosotros os escribió una carta que, si la estudiáis
cuidadosamente, encontraréis que es el medio para
edificaros en aquella fe que os ha sido dada" (cap. 3).
En otra parte de la misma epístola (cap. 12) Policarpo
cita a Pablo (Efe. 4: 26) como "escritura". Estas
afirmaciones indican claramente que tanto Ignacio como
Policarpo conocían muy bien por lo menos dos de las
cartas de Pablo y que esperaban que las iglesias también
las conocieran. Por eso parece probable que circulara
ampliamente una colección de las epístolas de Pablo unas
pocas décadas después de su muerte.
Otras epístolas, además de las de Pablo, deben también
haber circulado desde los primeros años. Pedro dirigió
su primera carta a los cristianos de cinco provincias
del Asia Menor, dándole así claramente el carácter de
una carta circular. Santiago tuvo el mismo propósito
cuando dirigió su epístola "a las doce tribus que están
en la dispersión". Juan dirigió el Apocalipsis a las
siete iglesias de la provincia romana de Asia y afirmó
específicamente que tenía la inspiración divina en lo
que escribía (cap.1: 1-3; 22: 18-19). Es razonable
entonces concluir que estos libros rápidamente
alcanzaron una amplia circulación.
Frente a estas pruebas es obvio el hecho de que libros
que se originaron en el tiempo de los apóstoles, y que
referían la vida de Cristo o contenían importantes
mensajes de los apóstoles, fueron muy estimados por la
iglesia y se reconoció su autoridad.
Evolución del canon del Nuevo Testamento, 140-180 d.
C.-
El primero que estableció un canon del Nuevo Testamento
fue el hereje Marción, aproximadamente a mediados del
siglo II. Marción era un consumado antisemita que
sostenía que el Jehová del Antiguo Testamento, el Dios
judaico de ira y justicia, no tenía nada en común con el
Dios cristiano de amor. Marción sostenía que era un fiel
intérprete de la teología cristiana de Pablo, y como era
un excelente organizador fijó, para su propia iglesia
sectaria, un canon bíblico de acuerdo con sus ideas.
Eliminó todo el Antiguo Testamento y también algunos
libros de la era apostólica. Su Biblia consistía, por lo
tanto, sólo del Evangelio de Lucas, los escritos del
apóstol Pablo y un libro llamado Antíthesis, en el cual
presentaba sus argumentos para rechazar el Antiguo
Testamento. Su colección de las epístolas de Pablo,
llamada Apostólikon, consistía de diez cartas de Pablo:
Gálatas, 1 y 2 Corintios, Romanos, 1 y 2 Tesalonicenses,
"Laodicenses" (Efesios), Colosenses, Filipenses y
Filemón. Rechazó 1 y 2 Timoteo, Tito y Hebreos, y
también alteró el texto de los libros que aceptó para
que concordaran con su teología.
La obra de Marción obligó a la iglesia a definirse
respecto a los libros que con justicia podrían ser
considerados como parte de las Escrituras.
Lamentablemente hay pocas fuentes disponibles que
muestren claramente cómo procedió la iglesia cristiana
en este asunto a mediados del siglo II. Un claro cuadro
del canon del Nuevo Testamento sólo aparece alrededor
del año 200 d. C. Las escasas fuentes sobre este tema
que están a nuestro alcance durante el período de que
nos ocupamos, son las siguientes:
Justino Mártir,
contemporáneo de Marción, escribió varias obras en Roma
alrededor del año 150 d. C., en las cuales consideró los
Evangelios como Sagradas Escrituras, al mismo nivel del
Antiguo Testamento. Cuando describe los cultos de la
iglesia cristiana, dice que en sus reuniones los
cristianos leían las memorias de los apóstoles o los
escritos de los profetas (es decir, el Antiguo
Testamento) antes del sermón (Primera apología, cap.
67). Al escribir para los lectores paganos, Justino usó
un término literario: apomn'monéumata, "memorias", para
referirse a los Evangelios, lo que explica en el pasaje
precedente (Id., cap. 66). Al mencionar los Evangelios
antes que el Antiguo Testamento cuando describe la
lectura de las Escrituras cristianas, indica que la
iglesia daba a los Evangelios una categoría por lo menos
tan elevada como la del Antiguo Testamento. Justino
también declara (Diálogo, cap. 103) que los Evangelios
habían sido compuestos por los apóstoles o por los
discípulos de los apóstoles. A veces introduce citas de
los Evangelios con una fórmula como ésta: "Cristo ha
dicho" (Id., cap. 49, 105); y algunas veces con la
frase: "Escrito está" (Id., cap. 49, 100, 107).
Si bien se ha debatido cuántos Evangelios conocía
Justino, es fuerte la evidencia de que usaba los cuatro.
Algunas de sus citas no están en la forma exacta en que
aparecen en los Evangelios canónicos, y pueden haber
sido tomadas de fuentes extrabíblicas. En ese mismo
tiempo en 2 Clemente se usan dichos de Jesús que no se
hallan en los Evangelios canónicos (cap. 4-5, 12), por
lo tanto no sería sorprendente que Justino hubiera hecho
lo mismo. Los escritos de Justino demuestran que no sólo
estaba familiarizado con los Evangelios sino también con
Romanos, 1 Corintios, Gálatas, Efesios, Colosenses, 2
Tesalonicenses, Hebreos, 1 Pedro y Hechos. En una
declaración tomada del Antiguo Testamento cita el
Apocalipsis y un dicho del Señor (Diálogo, cap. 8l).
Taciano,
discípulo de Justino, compuso una armonía de los cuatro
Evangelios canónicos con lo cual parece indicar que
consideraba que esos libros no estaban entre las obras
apócrifas. Esta armonía conocida como Diatesarón
(literalmente "A través de cuatro"), parece que era la
forma autorizada en que el relato evangélico circuló
durante unos dos siglos en la iglesia de habla siríaca.
Ver la p. 123.
Teófilo de Antioquía.
(m. c. 181 d. C.) coloca los Evangelios en el mismo
nivel de los libros proféticos del Antiguo Testamento, y
declara que fueron escritos por "neumatofóroi",
"[hombres] llevados por el espíritu" (A Autólico ii. 22;
iii. 12).
El libro del Apocalipsis era tenido en alta estima en
ese tiempo. Eso lo indican Justino Mártir (Diálogo cap.
81), Teófilo (Eusebio, Historia Eclesiástica iv. 24) y
Apolonio (Eusebio, Id. v. 18).
El canon del Nuevo Testamento a fines del siglo II.-
A fines del siglo II es evidente que existía un canon, o
sea un conjunto de libros reconocidos generalmente como
los que constituían el Nuevo Testamento. En diversas
partes del mundo romano hay testigos que afirman la
existencia de un canon tal. De Roma procede un documento
llamado el Fragmento Muratoriano; de las Galias, el
testimonio de Ireneo de Lyon; del Africa, el de
Tertuliano de Cartago; y de Egipto, el de Clemente de
Alejandría. La lista sistemática más antigua de libros
del Nuevo Testamento que se conoce es el Fragmento
Muratoriano, que recibe su nombre de su descubridor, L.
A. Muratori, quien la encontró en la biblioteca de un
monasterio de Milán en 1740. Faltan el principio y el
fin del documento, su latín es bárbaro y pésima su
ortografía. Por lo general los eruditos han llegado a la
conclusión de que este fragmento originalmente fue
escrito en Roma a fines del siglo II. Presenta una lista
de los libros que podían ser leídos públicamente en la
iglesia y también menciona varios libros que no debían
ser leídos.
En la porción que falta en el comienzo del Fragmento
Muratoriano había evidentemente una observación acerca
de Mateo; seguía una nota acerca de Marcos de la cual
sólo se ha conservado una línea. Como Lucas es llamado
el tercer Evangelio y Juan el cuarto, sin duda Mateo
encabezaba la lista. A continuación sigue Hechos de los
Apóstoles, y después vienen las epístolas en este orden:
1 y 2 Corintios, Efesios, Filipenses, Colosenses,
Gálatas, 1 y 2 Tesalonicenses, Romanos, Filemón, Tito, 1
y 2 Timoteo. También incluye Judas y 1 y 2 Juan. Se han
omitido Hebreos, Santiago, 1 y 2 Pedro y 3 Juan. Hay
otros libros que son puestos en duda o se rechazan
completamente. En el Fragmento se declara que aunque el
Apocalipsis de Pedro (no debe confundirse con las
epístolas de Pedro) es aceptado por algunos, otros
pensaban que no debía ser leído en las iglesias.
Terminantemente se niega un lugar en el canon a las
epístolas a los Laodicenses, a los Alejandrinos y al
Pastor de Hermas. Acerca del Apocalipsis se declara en
el Fragmento, que aunque Juan escribió a las siete
iglesias, habló a todas.
El canon del Nuevo Testamento de Ireneo puede
reconstruirse fácilmente teniendo en cuenta las
numerosas citas bíblicas de Ireneo. Reconoce los cuatro
Evangelios como los únicos canónicos y los caracteriza
como las cuatro columnas de la iglesia (Contra Herejías
iii. 11. 8). También acepta 13 epístolas de Pablo, 1
Pedro, 1 y 2 Juan, Hechos y Apocalipsis. Ireneo no cita
de Hebreos, Santiago y 2 Pedro, y quizá hayan estado
ausentes de su colección de libros del Nuevo Testamento.
Tampoco menciona 3 Juan y Judas, pero eso puede haber
sido accidental, pues ambas son muy cortas. Pero es
evidente que Ireneo consideraba al Pastor de Hermas como
canónico pues introduce una cita de esa obra con las
palabras: "La Escritura declaró" (Id., iv. 20. 2).
Un estudio de los escritos de Tertuliano revela un
cuadro muy parecido respecto a su canon del Nuevo
Testamento. Aunque citaba la Epístola a los Hebreos, no
la consideraba como canónica, pues pensaba que había
sido escrita por Bernabé (Sobre el recato cap. 20).
Tertuliano aceptó el Pastor de Hermas durante sus
primeros años, pero lo rechazó más tarde.
Clemente de Alejandría,
un representante de la iglesia oriental, mostraba una
inclinación más liberal hacia los escritos sagrados de
lo que era habitual en el Occidente. Además de los
cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan,
también usaba, aunque en un nivel algo inferior de
autoridad, los evangelios apócrifos de los Hebreos y de
los Egipcios. Su canon del Nuevo Testamento abarcaba
también 14 libros de Pablo, incluso Hebreos, que la
iglesia oriental aceptaba sin vacilaciones como epístola
paulina, 1 Pedro, 1 y 2 Juan, Judas, Hechos y
Apocalipsis, así como la apócrifa Epístola de Bernabé,
el Apocalipsis de Pedro y otros escritos no canónicos.
No se puede determinar si conocía a Santiago, 3 Juan y 2
Pedro. Los escritos de Clemente muestran con claridad
que algunos libros rechazados por la iglesia occidental
como no canónicos se usaban todavía sin escrúpulos en el
Oriente. Sólo en el Occidente se hacía en ese tiempo una
clara distinción entre los escritos apostólicos y los
que no lo eran.
Un estudio de los principales testimonios referentes al
canon del Nuevo Testamento a fines del siglo II, muestra
que los cuatro Evangelios, 13 epístolas de Pablo, 1
Pedro, 1 y 2 Juan, Judas, Hechos y Apocalipsis se
reconocían generalmente como canónicos. Mientras que
algunos en el Occidente aún ponían en duda a Santiago, 2
Pedro, 3 Juan y Hebreos, había quienes en el Oriente no
tenían escrúpulos en usar como auténticos ciertos
escritos apócrifos.
Este breve estudio muestra que el canon del Nuevo
Testamento durante el siglo II no resultó tanto de un
proceso de coleccionar escritos apostólicos, como de un
proceso de rechazar aquellos cuyo origen apostólico no
pudo confirmarse. En el transcurso de los primeros cien
años de la iglesia cristiana se escribieron muchos
libros. Cada secta cristiana y cada provincia había
producido algunos escritos, especialmente los llamados
Evangelios. Estos libros eran copiados y distribuidos,
lo que dio como resultado que el conjunto de la
literatura cristiana creciera hasta alcanzar un enorme
volumen. Pronto resultó evidente que se había mezclado
hiel con miel, según una expresión del Fragmento
Muratoriano para describir obras que se adjudicaban un
origen apostólico, pero que sin embargo contenían
enseñanzas gnósticas. Se hizo, pues, necesario que
hubiera una clara norma en cuanto a estos libros
espurios.
Una tendencia opuesta, que intensificó la necesidad de
un canon, fue la manifestada por el hereje Marción.
Este, para tener apoyo para sus enseñanzas antijudías,
no sólo rechazó todas las obras espurias sino también
varios libros de indudable origen apostólico. Su rechazo
de tales obras genuinamente apostólicas más el uso
difundido de escritos no apostólicos, obligó a los
cristianos a decidir qué aceptaban y qué rechazaban.
Un principio que adoptaron para determinar la validez de
un libro era la jerarquía del autor. Rechazaban todo lo
que no fuera claramente de origen apostólico, pero como
una excepción aceptaron las obras de Marcos y Lucas,
colaboradores íntimos de los apóstoles. Otra base para
la canonicidad era el contenido de los libros para los
cuales se pedía un lugar en el Nuevo Testamento. Libros
que daban a entender que eran de origen apostólico
fueron rechazados cuando se encontró que contenían
elementos de gnosticismo. Un ejemplo de obras tales es
el seudoevangelio de Pedro.
Eusebio
(Historia eclesiástica vi. 12) registra un hecho que
ilustra la forma como los dirigentes de la iglesia
aconsejaban en cuanto a la formación del canon.
Alrededor del año 200 d. C., la Iglesia de Roso, cerca
de Antioquía, parece que estaba dividida en cuanto al
uso del Evangelio de Pedro, y los miembros de esa
iglesia sometieron su disputa a Serapión, obispo de
Antioquía. Este no conocía bien esa obra y, pensando que
todos los cristianos de Roso eran ortodoxos, permitió su
uso; pero cuando más tarde se dio cuenta del carácter
gnóstico de ese evangelio, escribió una carta a los de
Roso y retiró el permiso que había dado previamente. Es
sumamente interesante notar que un obispo permitió que
se leyera en la iglesia un libro desconocido para él,
sin duda porque llevaba el nombre de un apóstol como su
autor; pero lo prohibió tan pronto como reconoció,
debido a su contenido, su carácter espurio y su falsa
paternidad literaria. Pueden haber sucedido con
frecuencia casos semejantes, aunque no se ha conservado
el registro de tales decisiones.
El canon en el Oriente después de 200 d. C.-
La primera evidencia en cuanto al canon en el Oriente
después de 200 d. C. proviene de Orígenes (m. c. 254).
Orígenes observó que existía desacuerdo entre las
diversas iglesias en cuanto al contenido del Nuevo
Testamento, y estableció una diferencia entre los
escritos generalmente reconocidos y los impugnados.
Eusebio presenta un registro de los puntos de vista de
Orígenes (Id. vi. 25), según los cuales eran
generalmente aceptados los cuatro 130 Evangelios, las
epístolas de Pablo, 1 Pedro, 1 Juan y Apocalipsis.
Aunque Eusebio parece haberlo olvidado, debiera añadirse
los Hechos, pues Orígenes claramente muestra que
consideraba ese libro como perteneciente al mismo grupo.
Según el testimonio de Eusebio, en la lista de Orígenes
todavía se impugnaban 2 Pedro, 2 Juan, 3 Juan y Hebreos;
y que él también colocaba a Judas en esta categoría
resulta evidente por sus propias declaraciones
(Comentario de Mateo, xvii. 30). Aunque el Pastor de
Hermas, Bernabé y la Didajé estaban muy próximos al
canon, Orígenes estaba convencido de que no eran libros
apostólicos.
Durante el siglo III hubo en la iglesia oriental una
controversia en cuanto al Apocalipsis. Los cristianos
ortodoxos no habían cuestionado antes la autenticidad de
ese libro; siempre lo habían aceptado como inspirado y
apostólico, y Orígenes no había expresado dudas en
cuanto a la autoridad del Apocalipsis; pero sus
seguidores atacaron este libro con vehemencia.
Especialmente se destacó Dionisio, obispo de Alejandría
(m. c. 265), quien escribió un tratado en el cual
intentaba refutar la paternidad literaria apostólica del
libro. Los teólogos alejandrinos parecen haber atacado
el Apocalipsis porque su vívida descripción de la
realidad del castigo y del reino celestial no concordaba
con su teología alegórica y espiritualizada. Como
resultado de esa controversia fue sacudida la fe que
muchos cristianos tenían en el Apocalipsis, y por más de
un siglo la iglesia oriental no estuvo segura de si ese
libro debía aceptarse o no.
En el tiempo cuando el cristianismo fue legalizado en el
Imperio Romano (313 d. C.) ya se había trazado la línea
de demarcación entre los libros reconocidos y los
rechazados. Por eso Eusebio, escribiendo alrededor del
año 325 d. C. (Historia eclesiástica iii. 25), dividió
en tres clases los libros del Nuevo Testamento que se
tenían como canónicos. La primera clase comprendía los
"Libros reconocidos": los cuatro Evangelios, Hechos, 14
epístolas de Pablo (incluso Hebreos), 1 Juan, 1 Pedro y
Apocalipsis; la segunda clase incluía los "libros
puestos en duda", que dividía en aquellos que eran
"mencionados por muchos": Santiago, Judas, 2 Pedro, 2 y
3 Juan, y las obras "espurias": los Hechos de Pablo, el
Pastor de Hermas, el Apocalipsis de Pedro, la Epístola
de Bernabé, la Didajé, y el Evangelio según los hebreos.
En su tercera clase Eusebio colocaba los escritos
"absurdos e impíos", tales como los Evangelios de Pedro,
Tomás, Matías, y los Actos de Andrés, Juan, y otros.
Las afirmaciones de Eusebio revelan claramente que los
cristianos habían separado categóricamente el tamo del
trigo en las escrituras del Nuevo Testamento antes de
que el cristianismo se convirtiera en una religión
reconocida por el Estado a comienzos del siglo IV. Los
libros que él clasifica como "Libros reconocidos" y
"Libros puestos en duda que sin embargo son mencionados
por muchos", son los mismos 27 libros del Nuevo
Testamento reconocidos como canónicos por todos los
cristianos hoy día. El rechazaba todos los otros.
Un factor importante para dilucidar la cuestión del
canon en la iglesia griega fue la declaración de
Atanasio de Alejandría en su 39.a Carta festiva (367 d.
C.). Atanasio, como principal dirigente eclesiástico de
su tiempo, dijo a sus obispos y al pueblo regido por
esos obispos que el canon del Nuevo Testamento consistía
de 27 libros. No hizo la crítica de libro alguno ni
estableció ninguna diferencia entre los libros. De todas
las obras apócrifas sólo mencionó la Didajé y el Pastor
de Hermas, y agregó que aunque esos dos libros no
pertenecían al canon podrían ser usados para la
edificación de los catecúmenos para el bautismo.
Aunque las órdenes de Atanasio sólo tenían fuerza legal
en Egipto donde era reconocido como el jefe espiritual,
sin embargo su personalidad era tan destacada que toda
la iglesia de habla griega recibió la influencia de su
veredicto. Algunos 131 teólogos del Oriente rechazaron
el Apocalipsis hasta el mismo siglo V; pero el canon de
Atanasio de 27 libros vino a ser la norma reconocida.
La formación del canon siguió un curso diferente en la
iglesia de habla siríaca, que estaba al este de los
límites de la Roma imperial, en la zona del alto
Eufrates, Mesopotamia y Persia. El cristianismo se
arraigó hondamente en esa zona durante el siglo II, y
quizá los Evangelios fueron traducidos al siríaco antes
de 200 d. C. como lo indican los manuscritos Curetoniano
y Sinaítico de los Evangelios (ver p. 123). Sin embargo,
esos Evangelios parecen haber sido usados mucho menos
que el Diatesarón, la armonía de los Evangelios
preparada por Taciano quizá unos pocos años antes.
Durante los siglos III y IV la iglesia siria conocía el
Evangelio casi exclusivamente mediante el Diatesarón.
Los dirigentes de la iglesia siria, tales como Teodoreto
de Ciro y Rábula de Edesa, se esforzaron mucho en el
siglo V por eliminar el Diatesarón y reemplazarlo por
"el Evangelio de los separados", nombre que se daba a
los cuatro Evangelios.
Poco se sabe del uso que antiguamente se dio entre los
de habla siríaca a otros libros del Nuevo Testamento.
Según la Doctrina de Addaí, escrita hacia 350 d. C.,
parece que las epístolas de Pablo y los Hechos de los
Apóstoles se usaban en las iglesias siríacas, junto con
el Antiguo Testamento y el Diatesarón; pero no se sabe
desde cuándo las iglesias de habla siríaca conocieron
esos libros, o si tenían las epístolas generales y el
libro del Apocalipsis. Una lista del siglo III de los
libros del Nuevo Testamento, en siríaco, encontrada en
el monasterio del monte Sinaí enumera sólo los cuatro
Evangelios, los Hechos y las epístolas de Pablo, incluso
Hebreos.
Una nueva traducción siríaca, la Peshito (ver p. 123),
apareció con un decidido apoyo eclesiástico a comienzos
del siglo V. Reemplazó al Diatesarón con los cuatro
Evangelios separados y también contenía los Hechos, 14
epístolas de Pablo, 1 Pedro, 1 Juan y Santiago. De modo
que el Nuevo Testamento siríaco consistía de 22 libros,
y así permaneció durante muchos años. Como resultado de
las controversias cristológicas del siglo V, y por
presión del Occidente, algunos cristianos de habla
siríaca aceptaron el canon de 27 libros, mientras que
otros retuvieron sólo 22.
El canon
después de 200 d. C. en el Occidente.-
El testimonio de Ireneo, de Tertuliano y del Fragmento
Muratoriano muestra que al iniciarse el siglo III el
canon del Nuevo Testamento casi se había definido en el
Occidente. Los cuatro Evangelios, los Hechos, 13
epístolas de Pablo, 1 Pedro, 1 Juan, Apocalipsis y quizá
también 2 Juan y, Judas generalmente se reconocían como
pertenecientes al canon. Segunda Pedro, Santiago, 3,
Juan y Hebreos aún no habían alcanzado ese
reconocimiento, aunque se aceptaban a veces algunas
obras apócrifas. Por lo tanto, la historia del canon
después de 200 d. C. principalmente implica la
aceptación de tres epístolas generales y Hebreos, y el
rechazo de algunos apócrifos cuestionables.
La iglesia del Occidente no contaba con tantos eruditos
notables como la del Oriente, pero su disciplina
eclesiástica era más vigorosa, y por eso la evolución
del canon en el Occidente no implicó tantas vacilaciones
como en el Oriente. Finalmente la iglesia occidental
siguió a la oriental en la aceptación de Hebreos, y al
mismo tiempo en el Occidente se defendía fuertemente el
Apocalipsis, libro que no fue aceptado en el Oriente
durante el siglo III y parte del IV Finalmente los
teólogos griegos cambiaron su actitud y aceptaron el
Apocalipsis en su canon.
Durante todo el siglo III todavía las epístolas
generales se usaban poco en la iglesia latina. Es muy
raro encontrar citas de estos libros en los padres
latinos de este período, y cuando ello ocurre son
tomadas de 1 Juan y 1 Pedro; sin embargo, en el siglo IV
las epístolas generales recibieron una amplia
aceptación. Atestiguan de esto dos listas canónicas. La
primera, que quizá provenía de África, es una lista
descubierta 132 por Teodoro Mommsen. En ella figuran
cinco epístolas generales: tres cartas de Juan y dos
cartas de Pedro; pero posteriormente alguien añadió a
una de las dos copias existentes de este canon las
palabras latinas una sola. Esta observación corresponde
tanto a las epístolas de Juan como a las de Pedro. Eso
quizá indique que si bien es cierto que el autor
original de esta lista reconocía como canónicas tres
cartas de Juan y dos de Pedro, un lector posterior
expresó su oposición a este punto de vista. La segunda
lista canónica del siglo IV es el Catálogo Claromontano,
encontrado entre Filemón y Hebreos en el Códice
Claromontano (D), en París. Allí están todas las siete
epístolas generales en el siguiente orden: 1 y 2 Pedro,
Santiago, 1, 2 y 3 Juan y Judas.
La decisión final acerca del canon del Nuevo Testamento
fue tomada por la iglesia latina en 382 d. C., cuando el
sínodo de Roma, presidido por el papa Dámaso, decretó
oficialmente que las siete epístolas generales forman
parte integral del Nuevo Testamento. Este decreto
atribuyó la Primera Epístola de Juan al apóstol, y las
otras dos a otro Juan, que se suponía que fue un
presbítero. La iglesia del norte de Africa siguió ese
ejemplo, y en los concilios de Hipona (393 d. C.) y 3.o
de Cartago (397 d. C.) se expidieron decretos similares
al de Roma en 382 d. C.
La Epístola a los Hebreos tampoco fue aceptada del todo
en la iglesia de Occidente hasta la segunda mitad del
siglo IV. La principal razón para esta demora radicó en
que se discutía su paternidad literaria. Los padres
latinos de los siglos III y IV no mencionaban la
epístola o rechazaban a Pablo como su autor. Por eso
está excluida del Catálogo Claromontano, a menos que
figure allí como "Epístola de Bernabé", lo que es
posible, pero poco probable. A pesar de todo, los
grandes teólogos y dirigentes eclesiásticos latinos de
la última parte del siglo IV fueron decididamente
influidos por la teología griega del Oriente, donde
nunca se había dudado de que Pablo fuera el autor de
Hebreos. Por eso Jerónimo, Hilario de Poitiers, Lucifer
de Cagliari, Vigilio de Tapso, Ambrosio, Agustín y otros
dirigentes del Occidente comenzaron a aceptar la
canonicidad de Hebreos. Esta tendencia fue legalizada en
el sínodo de Roma en 382 d. C. que declaró que en el
canon hay 14 cartas de Pablo. Los concilios posteriores
de Hipona y Cartago también reconocieron que Hebreos es
una epístola paulina. En su canon del Nuevo Testamento,
Agustín, tal como lo presenta en su obra De doctrina
cristiana (II. 8, 12-14), no difiere en nada del canon
de Atanasio de Alejandría contenido en su 39.a Carta
Pascual (ver p. 130). Desde este tiempo en adelante, las
iglesias latina y griega tuvieron el mismo canon del
Nuevo Testamento de 27 libros.
Los libros apócrifos del Nuevo Testamento fueron
rechazados antes y más resueltamente en la iglesia de
Occidente que entre los cristianos del Oriente.
Alrededor del año 200 d. C. había en el Occidente una
clara definición respecto a los libros cuyo origen
apostólico era cuestionable, como lo demuestran
Tertuliano y el Fragmento Muratoriano, si bien algunos
de esos mismos libros eran usados sin escrúpulos por
Clemente de Alejandría. Los libros apócrifos todavía
eran parte de la literatura de la iglesia de Oriente en
los siglos III y IV, como lo testifican las obras de
Orígenes y de Eusebio. En ese tiempo dichos libros eran
rechazados unánimemente por los padres de la iglesia
latina; sin embargo, manuscritos bíblicos posteriores
revelan que en algunos círculos continuaron usándose
libros apócrifos hasta la Edad Media. Se sabe que 20 de
esos manuscritos contienen una traducción latina del
Pastor de Hermas, y más de 100 tienen la así llamada
Epístola de Pablo a los Laodicenses.
Es un hecho notable que ninguno de los concilios
ecuménicos de la iglesia de los primeros siglos trató de
fijar el canon. El primer concilio ecuménico (reconocido
sólo por la Iglesia Católica) que trató del canon fue el
Concilio de Trento (1545-1564), el 133 cual estableció
por decreto, por primera vez, un canon de las Escrituras
obligatorio para todos los miembros de la Iglesia
Católica. Aunque, como ya se mencionó, concilios
anteriores habían tratado del canon, esos concilios no
eran ecuménicos y, sólo tenían jurisdicción sobre
ciertos distritos eclesiásticos.
El estudio de la evolución del canon del Nuevo
Testamento proporciona una evidencia convincente de que
la mano de la Providencia guió en la formación del canon
de la Palabra escrita de Dios. Como se ha visto ya, las
decisiones que produjeron el canon de 27 libros no
fueron en esencia la obra de una iglesia organizada que
expresara su voluntad mediante un papa o un concilio
general. Más bien, el canon de las Escrituras evolucionó
gradualmente durante unos cuatro siglos, a medida que
muchos cristianos, bajo la dirección del Espíritu de
Dios, reconocieron que ciertas obras habían sido
inspiradas por el mismo Espíritu y otras obras no lo
habían sido.
En esta obra de selección, divinamente inspirada,
ciertas normas ayudaron a los primeros cristianos para
decidir qué libros merecían un lugar en las Escrituras y
cuáles no; y una de esas normas fue la paternidad
literaria. El Nuevo Testamento era las buenas nuevas
acerca de Jesucristo, y naturalmente los cristianos
creían que la presentación más auténtica de este pasaje
provenía de aquellos hombres que la habían Escrito
porque habían estado con Jesús. Por eso finalmente sólo
se aceptaron aquellas obras de las cuales los cristianos
estaban claramente convencidos de que habían sido
escritas o por un apóstol o por un compañero de un
apóstol que escribió en el período apostólico. Por eso
los libros de Marcos y Lucas fueron admitidos debido a
que todos los cristianos estaban convencidos de que
habían sido escritos en el tiempo de los apóstoles Pedro
y Pablo, y quizá bajo su supervisión. Pero la Epístola
de Bernabé, ampliamente aceptada en el siglo II,
finalmente fue eliminada del canon porque su contenido
demostraba que no pudo haber sido escrita por ese
colaborador de los apóstoles. El Pastor de Hermas gozó
del favor de algunos de los primeros cristianos; pero al
fin fue excluido del canon porque se originó en el
período postapostólico.
Otra norma usada por la iglesia primitiva para la
fijación del canon fue el contenido de cada libro. A
veces eso implicaba un discernimiento más sutil que la
cuestión de la paternidad literaria. Se necesitaba la
evaluación de un libro en términos de su valor
intrínseco, su compatibilidad con el resto de las
Escrituras y su conformidad con la experiencia
cristiana. Sin duda, en gran medida debido a este
principio la iglesia primitiva rechazó muchos Evangelios
gnósticos y libros de Apocalipsis de esa misma
tendencia.
Para efectuar con éxito todo esto, era esencial la
conducción del Espíritu de Dios, el mismo Espíritu que
guió la mente de profetas y apóstoles mientras
escribían, y que ha hecho surgir la convicción en el
corazón de todo verdadero creyente mientras lee las
Escrituras de que realmente es la Palabra de Dios.
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